En aquellos días (tal y como decía mi abuelo) la gente se comía hasta la cáscara de las pipas, y él, por desgracia, no era la excepción.
En esos tiempos de miseria, mi abuelo, que tendría unos diez años aproximadamente, tenía que salir de su casa a buscar algo con lo que calmar su hambre. Una mañana salió a la calle y vio a un hombre pasar frente a él, comiéndose una manzana. Mi abuelo, con la mirada puesta en esa manzana y el estómago vacío, decidió seguirlo sin que se diera cuenta. Lo fue siguiendo calle tras calle, esperando a que tirara el resto de la manzana, para poder comerse él lo que quedara.
Por fin, parecía que había terminado, pero, para sorpresa de mi abuelo, aquel hombre ya no llevaba nada en las manos. No había dejado ni el rabillo, nada.
Así que aquel niño de diez años, acongojado y triste, volvió a ayunar aquella mañana.
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