Cuando mi hermano nació, me acuerdo cómo entró la comadrona a casa y parteó a mi madre, y le dijo a mi padre: "ya tienes otra minina".
A lo siete años ya empecé a trabajar, porque había mucha miseria y se ganaba poco; yo ganaba 18 reales, diez horas que echaba dándole a la rueda.
Jugaba allí en la Plaza de los Carros a la Taberna Medir, al Tranco, al Pagao, y en un equipo de cinco hacíamos cinco agujericos en la tierra, y si la pelota caía en el mío, tenía que cogerla corriendo y tirarle a uno, y si le daba, él se quedaba.
De joven venían los segadores de Albacete a la Posada, hacían un círculo como los indios con los carros, encendían una lumbre y, como había pocas casas con agua (cuatro: mi casa, donde mi abuelo tenía una tienda; la Pacha, el Mocho y Cayuelas), venían a llenar los calderos para cocinar y lavar. Echaban un mes segando y volvían a la Plaza, y llevaban unos galgos altos "porque si sale una liebre mientras segamos, ya tenemos la cena".
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